Forajidos: Enrollar, cortar y prensar

HISTORIAS DE TABACO EN EL VIEJO OESTE

CAPÍTULO 2

LA RUTA DEL OSO NEGRO

PARTE I

Raúl Melo

Con aquel Black Bear entre sus dedos, el señor Rubens nos explicó más detalles sobre el arte de enrollar tabaco. Reiteró que el sabor y la calidad del puro depende tanto de la maduración de las hojas, como de su cuidado en el campo y su selección al momento de formar un cigarro.

Caminando lentamente, como suele hacerlo, se dirigió a la covacha y tomó algunos mazos de hojas, tanto de los que ya tenía como de los que acabábamos de robar. Los colocó sobre la mesa, retiró los amarres, extendió los trapos que los habían envuelto y comenzó a mover sus manos grandes entre los materiales, como presintiendo la calidad u olfateando cada hoja a través de sus dedos.

Tomó un poco de cada paquete y lo separó en otra parte de la mesa. Desde mi ojo inexperto sólo podía ver muchas hojas con diversos tonos de café, como cualquier hoja seca sobre el suelo durante los días de otoño. Eso sí, algunas eran más oscuras y otras tantas se notaban finas y tersas.

Me acerqué a tocar una de esas últimas, pues de verdad llamaban mi atención. Se sentía tan suave como el roce con la piel de una mujer recién salida de tomar un baño caliente.

–¿Lo notas?, –preguntó.

–Estas son las hojas más lindas a la vista, las que darán un acabado mejor al cigarro. Deben estar algo húmedas para poder manejarlas sin romperlas. Hay que estirarlas con firmeza y delicadeza, como criando a un hijo, jalar nadamás lo suficiente para formar, ¿comprendes?, –afirmó con esa sabiduría que en el poco tiempo de conocerlo me tenía impresionado.

Respondí que sí y lo seguí con la mirada. El hombre acomodó sus hojas frente a nosotros y se colocó al otro lado de la mesa. Fue entonces que comenzó una especie de ritual que nunca antes había visto. Tomó las hojas entre sus manos y las observó con mucha atención, una y otra vez las llevaba a su rostro y las olía obsesivamente, como buscando absorber todo el aroma que pudiesen tener.

Tras un momento, tomó unas pocas de la selección que sus manos, ojos y nariz habían hecho.

–Esto es la tripa, que como te había dicho antes es el alma de un cigarro. De estas hojas obtenemos el volado, el ligero y el fuerte, que darán aroma, fortaleza y combustión a nuestro puro, –explicó.

Aquellas hojas lucían, si no maltratadas, sí con menos cuidados que el resto. Entonces tomó una hoja más completa y la estiró sobre la mesa, con aquella delicadeza que había mencionado minutos antes. Entre sus manos apretó y dio forma a la selección de tripa y la colocó sobre la hoja grande, para comenzar a enrollar y dar forma a algo que ya se parecía a un puro.

Sus dedos apretaban con suavidad el rollo para darle firmeza, y de vez en cuando una de sus manos estiraba la hoja grande nuevamente.

–Este se llama capote y dará la forma rústica a nuestro cigarro. No tiene que ser una hoja perfecta, porque no será el acabado final. Aquí sólo buscamos un rollo compacto y bien formado, –agregó.

Una vez consumida la hoja del capote, el señor Rubens rodó el paquete sobre la mesa, como para asegurarse de que la consistencia y forma fuesen uniformes. Yo estaba maravillado.

Tomó una cuchilla metálica y cortó los excesos de hoja en ambos lados. Para mí aquello ya era un cigarro, un poco feo pero suficientemente bueno para alguien como yo, especialmente después de haber probado un par de los cigarros elaborados dentro de esta cabaña perdida en el bosque.

De una de las puntas, después del corte, aún sobresalía una pequeña fracción de hoja de capote, que Rubens procedió a torcer con gran habilidad como un rabito de cochino, formando una curva perfectamente abultada. El puro estaba tomando forma. Colocó la pieza sobre la mesa y buscó de nueva cuenta entre los bultos de hojas disponibles…

–Ahora sí buscamos hojas tersas y húmedas. Se llaman capa y nos dan el acabado final, la apariencia de nuestro puro. Si la tripa es el alma, el capote equivale a los huesos y la capa es la piel que atrae a simple vista. Así, nuestro puro es como la mujer que atrae una mirada, encanta con un gesto y enamora desde su interior… o al menos eso es lo que se dice, –sentenció, mientras soltaba una de esas risas discretas que le caracterizan.

Se decidió por una capa de gran calidad, la colocó sobre una tabla alisada y de a poco la estiró hasta obtener su máxima longitud, sin forzarla.

–Cambiamos de superficie para que esta capa se deslice sobre un espacio que no la marque ni la dañe. Debemos tratarla de la mejor manera, para que nos dé todo de sí y tengamos el mejor puro posible, –dijo con un tono casi didáctico.

Tomó su cuchilla y retiró un poco de la orilla de la hoja. Aquí nada se desperdiciaba, todo corte era depositado en un recipiente y posteriormente picado para fumarse en una pipa elaborada por el propio Rubens, a partir de un corazón de mazorca.

Corte a corte siguió dando forma a esa hermosa hoja de un tono café oscuro que nunca pensé que existira. Su color era tan profundo que, por momentos, entre la pobre iluminación de la cabaña llegaba a perderse entre las manos del señor Rubens.

Una vez conforme con la forma de la capa, el hombre colocó el puro en capote sobre la tabla y comenzó a enrollar de nuevo. Con cada vuelta que daba sobre la hoja iniciaba otro proceso artístico: Una mano giraba y la otra acomodaba y estiraba la capa. Paso uno y paso dos, una y otra vez, hasta terminar. Aparecía nuevamente esa simpática cola de cochino que Rubens ahora reacomodaba. Pero hacían falta un par de pasos más:

–Para finalizar este puro debemos añadir un par de capitas que definan su belleza, –destacó, mientras cortaba un trocito en forma de gota. Untó el fragmento con una resina transparente sin aroma ni sabor, que definió como una goma natural obtenida de algunos árboles que afortunadamente crecían no muy lejos, en los bosques de la montaña, y que además de unir las piezas ayudaba a darles forma.

Como un mago, el señor Rubens frotó este trozo de hoja embadurnado contra el cuerpo del puro y lo hizo desaparecer. La calidad de la hoja era tan pareja, que pudo fundir ambas piezas sin dejar rastro evidente a simple vista.

Con sus dedos toscos, pero ágiles, oprimió levemente la punta para ajustar la forma perfecta. Volvió a untarle un poco de goma y otro tanto sobre la hoja de la capa. No quedó rastro del manojo de hojas secas con las que el proceso inició, y bastó un último corte al pie del cigarro para asegurar su longitud adecuada.

–A mí me gusta colocar los puros en estas prensas de madera para garantizar su uniformidad y compresión. Los dejaremos ahí unas doce horas por lado… Es el secreto y éxito de lo que aquí se hace. No es necesario, pero sí importante, porque siempre se debe ir más allá, ¿entienden?

El joven JC y yo estábamos asombrados. No dábamos crédito a los pocos minutos que le tomó conformar un puro y el largo proceso que le llevaría ser perfecto.

–Así es un Black Bear, –remató Rubens. Es perfecto, de buen sabor, sabe brindar placer… y por cierto, el oso negro soy yo. Era la forma en la que solían referirse a mí en la plantación, –dijo, entre una risa que ya no era para nada discreta.

Continuará…

 

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