El Gourmet

El auténtico gourmet francés es un hombre envidiable y, aunque algo engreído de su especialidad, es simpático, porque su engreimiento es lo suficientemente suave y discreto para no llegar hasta el punto de molestar lo más mínimo a sus amigos y conocidos. Al contrario, se esfuerza por hacer grato el tiempo que se pasa a su lado, y casi siempre lo consigue, porque suele ser pródigo en anécdotas regocijantes y comentarios ingeniosos; porque, en resumen, es, además, un hombre atento, complaciente y de buen humor a lo Brillat-Savarín (según imaginamos que debía ser este señor, por lo que de su carácter deja entrever su Phisiologie du goùt).

Este buen gourmet francés, aunque siempre tiene un fondo y contextura de afectación, domina en tal grado su género, que todo en él parece natural y espontáneo. Así que este ciudadano gourmet merece toda nuestra consideración y respeto, e incluso, a ratos, nuestra más desinteresada admiración.

Pero este otro gourmet de pega español es un tipo perfectamente acreedor a que mister Tackeray lo alinease en galería de personajes ridículamente aspirantes a parecer que más lejos están de ser. Y además no es simpático, sino más bien molesto, con su aire pretencioso y el empaque de suficiencia que tiene que adoptar para encubrir y disimular su indigencia; de manera que parece que lo que desea es deslumbrarle y apabullarle a usted con su pretendida distinción y su conocimiento de la buena mesa.

En realidad, el hombre -este hombre de quien hablo- ha logrado alcanzar, para exhibirla en la mesa, a fuerza de observación y estudio, una destreza cisoria casi tan perfecta como la del maitre d’hótel del Ritz, sin llegar en cuanto a distinción, claro está, a la de Su Majestad el Sultán de Marruecos, que con tanta gracia y brío blande en su mano la bien asada pierna de cordero.

Por su natural desconocimiento de lo que nunca tuvo y la consiguiente falta de sensibilidad y gusto, no tiene más indicio y norma para discernir si una cosa es buena o mala que atenerse a lo que oye decir a las personas a quienes juzga entendidas y competentes en la materia, o bien remitirse de lleno al precio que las cosas ostentan, cuando, en realidad ya se sabe que éste no indica más que la escasez o la abundancia. Ya dijo algo sobre este punto un gourmet español de verdad -el conde de Casa Rojas- en unas apreciaciones personales sobre el caviar y la sardina, apreciaciones más sabrosas aún por venir de persona tan calificada.

Hay muchos restaurantes, en esta ciudad que nos alberga, que adquieren siempre para su cocina el mejor género que se encuentra en el mercado, pero lo entregan luego a unos desaprensivos funcionarios de gorro y cuchillo, quienes, en su torpeza e ignorancia, se dedican a estropearlo concienzudamente, de manera que quede para no poderle meter el diente. ¡Es una lástima!

Pero a este falso gourmet no le importa eso, y le basta para acudir a esos locales que el precio sea lo suficientemente elevado para su gusto. Él no sabe -ni quiere saberlo, porque no encajaría en sus normas de distinción- que en esta ciudad -específicamente en ésta- la taberna, y particularmente la taberna familiar, es la garantía de una alimentación sana en los días de ausencia de la familia por veraneo, negocios, etcétera. Por eso en muchas de esas tabernas se encuentra una clientela mucho más selecta que en los restaurantes de lujo. Compuesta de gente que distingue de calidad y preparación y sabe lo que le conviene. Esto no puede comprenderlo este hombre refinado a quien, en su confusa mente, todo lo que no sea pagar caro le parece depresivo.

Muchos estómagos se han estropeado irremediablemente por entregarse a esos restaurantes -caros o baratos en donde se guisa en serie o donde se disfrazan y complican los platos para darles una apariencia de cocina selecta más o menos a la francesa. Es claro que la cocina francesa donde está bien y alcanza todas sus virtudes y excelencia es, como es natural, en la propia Francia. Las imitaciones siempre son malas; aparte de que la sabia y refinada cocina francesa no llega con todo en ningún momento a la perfección suprema del jamón serrano, no el imitado también o el clandestino que circula con su nombre, sino el verdadero.

Pero el falso gourmet, con tal de pasar por entendido y cosmopolita, no vacila en sacrificar su paladar y su estómago, hasta llegar a veces a arruinar su salud. Es grotesco, pero es así, y todos conocemos más de un ejemplar de esa clase. Son esos que dicen en el restaurante:

– A mi déme usted un rioja lo más tipo borgoña posible y que esté chambre.

So usted pide algún vino manchego -que usted conoce bien- le miran con marcado desprecio, como pensando:

– iQué ordinario!

Y con suprema distinción, y lo más ostensiblemente posible, dan un sorbo a su copa para que se vea bien la diferencia, con un aire inefable de perfecto connaisseur. Aquel vino caliente casi le hace efecto de vomitivo; peno hay que resignarse y pasar fatigas.

Este gourmet a quien estamos observando, muestra siempre su predilección por las especialidades exóticas y encarga los platos que más le suenan a manjares próceres, aunque no esté, ni con mucho, seguro de en qué consiste lo que pide.

Y es que no estima elegante reconocer lo sabroso y fundamental que es un buen guiso de carne con patatas poéticamente perfumado con hojas de laurel -pongamos por guiso sustancial entre los más corrientes-, aunque para las personas sensatas los aficionados a estos platos revelan un gusto sencillo y clásico y un natural sólidamente constituido.

Pero este pobre gourmet de similor tiene que sacrificarse y prescindir de todas esas suculencias tan simples, porque desentonarían en la exquisitez de sus costumbres y preferencias.

Es una víctima de su aspiración suprema a figurar en la buena sociedad, en cuyas filas quiere formar con derecho propio por hallarse en posesión del título de gourmet, que ha conquistado a pulso, con méritos indiscutibles contraídos en el ejercicio de ese difícil arte de comer y beber con entusiasmo las cosas más complicadas y que menos le gustan.

* Ventura del Camino, Desfile grotesco. Gente de ahora y de siempre, Madrid, 1956.

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